6

Quedan dos semanas para Navidad. Supongo que este año será muy diferente a los dos anteriores, supongo que pasaré el mayor tiempo posible con mi abuela Gisele y mi padre; estarán encantados.

Creo que este momento es el idóneo para darme una ducha y reencontrarme con el mundo, aunque solo sea para comprarles algún regalo y no dejarlo todo para el último momento.
Entro en la ducha tras levantarme y, mientras el agua corre, yo estoy de pie debajo de ella, sin mover un músculo. Cierro los ojos y ahí está él, justo como antes. Alargo el brazo y tiro de su muñeca con suavidad, acercándole a mí. Él me rodea con los brazos y apoya su barbilla en mi cabeza. Yo cierro los ojos mientras le paso los brazos por el cuello, como rara vez hacía, ya que el resto de las veces prefería rodearle la cintura. Él me estrecha con suavidad mientras mi mejilla busca un refugio en su pecho, perfectamente proporcionado, como cada milímetro de su cuerpo. Y así permanecíamos durante un largo rato, olvidando que, en el exterior, el invierno de Londres hacía estragos.
Mis dedos se pasean por mi cuerpo, pero no son los suyos. Tampoco importa, simplemente me basta con tener el recuerdo presente para revivir una parte de él.

Después de vestirme y abrigarme, salgo del piso. Las calles de Londres están heladas, todo está nevado y los dedos, aunque metidos en los bolsillos, se me congelan.
Paseo por la gran ciudad, sin coger el metro; no tengo prisa, no soy una ciudadana yendo a trabajar en hora punta ni —gracias a Dios— una madre soltera y atareada que va a buscar a sus hijos.  Todas las tiendas están abiertas y sin darme cuenta las horas transcurren hasta que tengo hambre. Es entonces cuando entro en una pastelería, una desconocida, para que me mantenga alejada de cualquier recuerdo, porque bastante obsesionada y abstraída estoy ya. Me pido un café y un pastel, de los más grandes, y la sensación de volver a tener apetito me resulta gratificante.
Y me doy cuenta de que la vida sigue su curso, y lo ha estado siguiendo mientras yo he pasado días enteros en la cama, no se ha detenido para esperarme. Él no está, pero el mundo sigue girando.

Al llegar a casa, me quito las botas y enciendo la calefacción. Después de ponerme un chándal, me acerco al radiador y permanezco un rato intentando calentarme las manos, hasta que me dirijo a mi habitación para dejar allí los regalos. Los tres regalos, a pesar de que seguramente solo podré entregar dos de ellos. Es increíble, cuando él estaba aquí siempre le daba sus regalos con retraso, y ahora que no está lo compro dos semanas antes. Él, sin embargo, siempre me lo daba en el momento oportuno: el día que tocaba, en el mejor lugar, cuando había menos ruido, cuando el ambiente era agradable… Aunque también puede ser que yo idealice demasiado mis recuerdos. De todos modos, si es así, estoy segura de que no se alejan demasiado de la realidad.

Hoy, jueves, he ido a la cafetería en la que trabajo martes y jueves por la tarde y sábados por la mañana. Me he puesto a preparar cafés mientras Amber, mi compañera, los sirve.
—Hace mucho que no viene a buscarte Patrick, ¿no? —me dice, recogiendo algunos platos, pero yo no contesto— Con el frío que está haciendo… —continúa ella.
—Ya, bueno —digo simplemente, terminando de servir un café.
—¿Es que le están reparando el coche o algo así?
—No, bueno, ya sabes.
—¿Os ha pasado algo? —dice mientras para repentinamente de recoger, exageradamente sorprendida.
—No, todo está bien —miento, deseando acabar con la conversación.
Por suerte, ella lo entiende y deja el tema, notando mi incomodidad.

Al finalizar mi turno, me despido de Amber —quien me asegura que estará a mi lado para todo, como si fuese asunto suyo— y salgo de la cafetería. Fuera está lloviendo con fuerza, como cuando Patrick y yo comenzamos a salir.
Desde el día en el que comimos juntos, solíamos pasar bastante tiempo el uno con el otro, ya que coincidíamos en diferentes clases y yo no quería otra compañía; creo que yo tenía que estar agradecida, pues con poca gente me sentía así de cómoda.
Un día, nos habíamos quedado en la biblioteca del campus después de terminar nuestras últimas clases. Él me había acompañado y leía obras de literatura clásica mientras yo buscaba información sobre anomalías del sistema nervioso central; ya que ambos estudiábamos neurología. Éramos los últimos y, cuando salimos, el cielo estaba encapotado y llovía como ahora, con gotas insistentes y con mucha fuerza. Él se ofreció a llevarme hasta mi casa en coche, y fuimos hasta éste bajo un paraguas que él había traído: siempre estaba preparado. . Fue la primera vez que vi su coche, aquel Audi negro que luego nos llevó a tantos sitios. Me senté en el asiento del copiloto, a su lado. Yo le iba indicando cómo llegar hasta mi casa mientras él obedecía en silencio. Cuando aparcó frente al portal, me quedé mirándole a la vez que buscaba la mochila a mis pies.
—Gracias por traerme.
Continué mirándole, esperando una respuesta o una despedida. Pero él simplemente hizo un gesto de afirmación con la cabeza, ladeando una leve sonrisa. Yo me dispuse a salir, pero nuevamente me giré hacia él, encontrando el valor necesario.
—¿Te gustaría subir a tomar algo? —le propuse, y enseguida noté que las mejillas comenzaban a arderme.
—Me encantaría —me respondió, abriendo a continuación la puerta.
Sonreí para mis adentros y cogí mi chaqueta, entonces él ya me abría la puerta de forma caballerosa, resguardándose de la lluvia bajo el paraguas negro. Bajé del coche, poniéndome la chaqueta alrededor de los hombros, mientras él se ponía más derecho aún de lo que solía estar, tendiéndome el brazo. Lo cogí y ambos nos reímos por aquella postura tan antigua, yendo rápidamente hacia el portal. Una vez dentro, subimos por las escaleras ya que mi piso está en la segunda planta. Saqué las llaves y me costó introducir la indicada en la cerradura; pero él no dijo nada al respecto, simplemente esperó de forma paciente hasta que conseguí abrir la puerta.
—Está un poco desordenado… —me justifiqué, sintiéndome absurda por haberle invitado sabiendo que yo no era nada ordenada. —Encenderé la calefacción… ¿Qué quieres tomar?
Me quité la chaqueta, nerviosa, pues solo tenía café, agua y chocolate caliente para beber. Encendí el radiador y me quité los zapatos. Él no respondió, pero yo me dirigí a la cocina suponiendo que estaba pensando. Y mientras me lavaba las manos él se colocó a mi lado y yo le dediqué una sonrisa, imagino que entonces entendió que era su turno, puesto que yo le había invitado a subir. Cuidadosamente me cogió de la barbilla y se acercó, dándome un beso suave en los labios, como si me lo diera en la frente. Se separó con delicadeza y me observó, aún acariciando mi barbilla, yo le correspondí pasándole los brazos alrededor del cuello, pegando mis labios a los suyos e intensificando el beso mientras él me pasaba los brazos por la cintura. Estuvimos así, besándonos durante al menos dos o tres minutos. Cuando nos separamos, le tiré de la muñeca, llevándole a mi habitación dónde terminamos lo que habíamos empezado, desvistiéndonos mutuamente, jadeando hasta el punto de olvidar el frío que hacía en el exterior. Sus movimientos eran cuidadosos pero seguros, y hacía todo lo que yo quería. O quizá era que todo lo que hacía me parecía perfecto, impecable.
—Oye, Patrick… —murmuré mientras él besaba mi cuello, acariciando mi espalda con sus manos, tan firmes. Detuvo sus movimientos de pronto, mirándome como si fuera una adolescente insegura a la hora de perder su virginidad; incluso me atrevo a pensar que eso fue lo que él imaginó. No dijo nada, como siempre esperó a que yo continuase. —¿Esto va en serio? Es decir, si me dices que no, no voy a asustarme ni echarme atrás ni nada por el estilo… Tampoco quiero decir que no me gustaría…
Él interrumpió mis balbuceos con una pequeña carcajada algo ronca que no pudo evitar, a pesar de que intentó disimularla. Inmediatamente me sonrojé por mi nerviosismo y la estupidez que demostraba, y agradecí que la habitación estuviera oscura.
—Será serio hasta el punto que tú desees —contestó, esbozando una sonrisa en la que pude adivinar su hoyuelo, aquel que tenía en la mejilla derecha.
Entonces comprendí que realmente era lo que había estado esperando durante toda mi vida.

Y ahora camino sola, empapándome bajo una chaqueta, sin paraguas. Y pesar de que Patrick no esté, sigo creyendo que es —o era— la persona idónea para mí.