6

Quedan dos semanas para Navidad. Supongo que este año será muy diferente a los dos anteriores, supongo que pasaré el mayor tiempo posible con mi abuela Gisele y mi padre; estarán encantados.

Creo que este momento es el idóneo para darme una ducha y reencontrarme con el mundo, aunque solo sea para comprarles algún regalo y no dejarlo todo para el último momento.
Entro en la ducha tras levantarme y, mientras el agua corre, yo estoy de pie debajo de ella, sin mover un músculo. Cierro los ojos y ahí está él, justo como antes. Alargo el brazo y tiro de su muñeca con suavidad, acercándole a mí. Él me rodea con los brazos y apoya su barbilla en mi cabeza. Yo cierro los ojos mientras le paso los brazos por el cuello, como rara vez hacía, ya que el resto de las veces prefería rodearle la cintura. Él me estrecha con suavidad mientras mi mejilla busca un refugio en su pecho, perfectamente proporcionado, como cada milímetro de su cuerpo. Y así permanecíamos durante un largo rato, olvidando que, en el exterior, el invierno de Londres hacía estragos.
Mis dedos se pasean por mi cuerpo, pero no son los suyos. Tampoco importa, simplemente me basta con tener el recuerdo presente para revivir una parte de él.

Después de vestirme y abrigarme, salgo del piso. Las calles de Londres están heladas, todo está nevado y los dedos, aunque metidos en los bolsillos, se me congelan.
Paseo por la gran ciudad, sin coger el metro; no tengo prisa, no soy una ciudadana yendo a trabajar en hora punta ni —gracias a Dios— una madre soltera y atareada que va a buscar a sus hijos.  Todas las tiendas están abiertas y sin darme cuenta las horas transcurren hasta que tengo hambre. Es entonces cuando entro en una pastelería, una desconocida, para que me mantenga alejada de cualquier recuerdo, porque bastante obsesionada y abstraída estoy ya. Me pido un café y un pastel, de los más grandes, y la sensación de volver a tener apetito me resulta gratificante.
Y me doy cuenta de que la vida sigue su curso, y lo ha estado siguiendo mientras yo he pasado días enteros en la cama, no se ha detenido para esperarme. Él no está, pero el mundo sigue girando.

Al llegar a casa, me quito las botas y enciendo la calefacción. Después de ponerme un chándal, me acerco al radiador y permanezco un rato intentando calentarme las manos, hasta que me dirijo a mi habitación para dejar allí los regalos. Los tres regalos, a pesar de que seguramente solo podré entregar dos de ellos. Es increíble, cuando él estaba aquí siempre le daba sus regalos con retraso, y ahora que no está lo compro dos semanas antes. Él, sin embargo, siempre me lo daba en el momento oportuno: el día que tocaba, en el mejor lugar, cuando había menos ruido, cuando el ambiente era agradable… Aunque también puede ser que yo idealice demasiado mis recuerdos. De todos modos, si es así, estoy segura de que no se alejan demasiado de la realidad.

Hoy, jueves, he ido a la cafetería en la que trabajo martes y jueves por la tarde y sábados por la mañana. Me he puesto a preparar cafés mientras Amber, mi compañera, los sirve.
—Hace mucho que no viene a buscarte Patrick, ¿no? —me dice, recogiendo algunos platos, pero yo no contesto— Con el frío que está haciendo… —continúa ella.
—Ya, bueno —digo simplemente, terminando de servir un café.
—¿Es que le están reparando el coche o algo así?
—No, bueno, ya sabes.
—¿Os ha pasado algo? —dice mientras para repentinamente de recoger, exageradamente sorprendida.
—No, todo está bien —miento, deseando acabar con la conversación.
Por suerte, ella lo entiende y deja el tema, notando mi incomodidad.

Al finalizar mi turno, me despido de Amber —quien me asegura que estará a mi lado para todo, como si fuese asunto suyo— y salgo de la cafetería. Fuera está lloviendo con fuerza, como cuando Patrick y yo comenzamos a salir.
Desde el día en el que comimos juntos, solíamos pasar bastante tiempo el uno con el otro, ya que coincidíamos en diferentes clases y yo no quería otra compañía; creo que yo tenía que estar agradecida, pues con poca gente me sentía así de cómoda.
Un día, nos habíamos quedado en la biblioteca del campus después de terminar nuestras últimas clases. Él me había acompañado y leía obras de literatura clásica mientras yo buscaba información sobre anomalías del sistema nervioso central; ya que ambos estudiábamos neurología. Éramos los últimos y, cuando salimos, el cielo estaba encapotado y llovía como ahora, con gotas insistentes y con mucha fuerza. Él se ofreció a llevarme hasta mi casa en coche, y fuimos hasta éste bajo un paraguas que él había traído: siempre estaba preparado. . Fue la primera vez que vi su coche, aquel Audi negro que luego nos llevó a tantos sitios. Me senté en el asiento del copiloto, a su lado. Yo le iba indicando cómo llegar hasta mi casa mientras él obedecía en silencio. Cuando aparcó frente al portal, me quedé mirándole a la vez que buscaba la mochila a mis pies.
—Gracias por traerme.
Continué mirándole, esperando una respuesta o una despedida. Pero él simplemente hizo un gesto de afirmación con la cabeza, ladeando una leve sonrisa. Yo me dispuse a salir, pero nuevamente me giré hacia él, encontrando el valor necesario.
—¿Te gustaría subir a tomar algo? —le propuse, y enseguida noté que las mejillas comenzaban a arderme.
—Me encantaría —me respondió, abriendo a continuación la puerta.
Sonreí para mis adentros y cogí mi chaqueta, entonces él ya me abría la puerta de forma caballerosa, resguardándose de la lluvia bajo el paraguas negro. Bajé del coche, poniéndome la chaqueta alrededor de los hombros, mientras él se ponía más derecho aún de lo que solía estar, tendiéndome el brazo. Lo cogí y ambos nos reímos por aquella postura tan antigua, yendo rápidamente hacia el portal. Una vez dentro, subimos por las escaleras ya que mi piso está en la segunda planta. Saqué las llaves y me costó introducir la indicada en la cerradura; pero él no dijo nada al respecto, simplemente esperó de forma paciente hasta que conseguí abrir la puerta.
—Está un poco desordenado… —me justifiqué, sintiéndome absurda por haberle invitado sabiendo que yo no era nada ordenada. —Encenderé la calefacción… ¿Qué quieres tomar?
Me quité la chaqueta, nerviosa, pues solo tenía café, agua y chocolate caliente para beber. Encendí el radiador y me quité los zapatos. Él no respondió, pero yo me dirigí a la cocina suponiendo que estaba pensando. Y mientras me lavaba las manos él se colocó a mi lado y yo le dediqué una sonrisa, imagino que entonces entendió que era su turno, puesto que yo le había invitado a subir. Cuidadosamente me cogió de la barbilla y se acercó, dándome un beso suave en los labios, como si me lo diera en la frente. Se separó con delicadeza y me observó, aún acariciando mi barbilla, yo le correspondí pasándole los brazos alrededor del cuello, pegando mis labios a los suyos e intensificando el beso mientras él me pasaba los brazos por la cintura. Estuvimos así, besándonos durante al menos dos o tres minutos. Cuando nos separamos, le tiré de la muñeca, llevándole a mi habitación dónde terminamos lo que habíamos empezado, desvistiéndonos mutuamente, jadeando hasta el punto de olvidar el frío que hacía en el exterior. Sus movimientos eran cuidadosos pero seguros, y hacía todo lo que yo quería. O quizá era que todo lo que hacía me parecía perfecto, impecable.
—Oye, Patrick… —murmuré mientras él besaba mi cuello, acariciando mi espalda con sus manos, tan firmes. Detuvo sus movimientos de pronto, mirándome como si fuera una adolescente insegura a la hora de perder su virginidad; incluso me atrevo a pensar que eso fue lo que él imaginó. No dijo nada, como siempre esperó a que yo continuase. —¿Esto va en serio? Es decir, si me dices que no, no voy a asustarme ni echarme atrás ni nada por el estilo… Tampoco quiero decir que no me gustaría…
Él interrumpió mis balbuceos con una pequeña carcajada algo ronca que no pudo evitar, a pesar de que intentó disimularla. Inmediatamente me sonrojé por mi nerviosismo y la estupidez que demostraba, y agradecí que la habitación estuviera oscura.
—Será serio hasta el punto que tú desees —contestó, esbozando una sonrisa en la que pude adivinar su hoyuelo, aquel que tenía en la mejilla derecha.
Entonces comprendí que realmente era lo que había estado esperando durante toda mi vida.

Y ahora camino sola, empapándome bajo una chaqueta, sin paraguas. Y pesar de que Patrick no esté, sigo creyendo que es —o era— la persona idónea para mí.


5

Estoy acurrucándome entre las sábanas de mi cama. La ropa está esparcida por el suelo desde hace semanas y mi armario parece el escenario de una catástrofe natural. Cierro los ojos y hundo la mejilla en la almohada. En su almohada. Pero ya no queda ni una pizca de ese olor a limón amargo que cada vez está más presente en mis pensamientos.
Nunca imaginé que estaría como estoy ahora por algo como una relación. En realidad, si de pequeña me hubieran contado algo parecido a esta decadencia, me habría echado a reír sin dudarlo. Habría tratado el tema como lo he tratado todo en mi vida, como si fuera algo que jamás pudiera pasarme a mí, como si realmente no fuera conmigo. Como un hecho paralelo a mi vida. 
Cuando tenía seis años, mi abuelo paterno murió de cáncer de pulmón. Hasta entonces, el cáncer me había parecido una enfermedad lejana, porque simplemente era algo que yo no padecía.
Y lo mismo pasó el día que mi madre se fue. Con siete años no puedes concebir que tu madre se ha ido y no va a volver. En mi caso, ni siquiera fue algo predecible. No había discusiones entre mis padres; lo único que recuerdo entre ellos es el silencio. Caras serias, pocas palabras, pero después de todo era un ambiente normal; y lo era sobre todo para mí, ya que no conocía otra cosa.
Un día llegué a casa con el autobús del colegio, y ahí estaba mi padre en el salón, sentado con la cabeza entre las manos y los codos en las rodillas. Yo me senté a su lado y le acaricié el dorso de una mano, pidiéndole que se despertara. Cuando alzó la mirada, tenía los ojos enrojecidos e hinchados. ¿Por qué lloras?, pregunté. Él me respondió que solo dormía.
Subí a mi cuarto por las escaleras y pasé la tarde entera haciendo un puzzle que se me antojaba imposible. Cuando volví al piso de abajo, mi padre seguía en la misma postura. Tengo hambre, ¿dónde está mamá?, fue la primera y última vez que lo pregunté. No va a venir a cenar, pero quizá esté aquí mañana.
Pasé casi un año esperando a que apareciese el día siguiente, pero nunca lo hizo. Echaba de menos a mi madre, pero no estaba triste, ni siquiera lloraba. Cuando se es pequeño no se tiene la misma noción del tiempo que cuando se es adulto.
Pasó un año entero, y entonces entendí que mi madre no iba a volver. No me había llamado ni un solo día. Mi padre casi no hablaba, así que la casa cada vez fue más silenciosa. Y fue en esa época en la que comencé a llorar porque extrañaba a mi madre, y estuve llorando, noche a noche, hasta que cumplí los doce años.
Después del abandono de mi madre, mi vida ha sido como ese puzzle imposible que, por mucho que me esforzase, era incapaz de hacer.
Y ahora Patrick tampoco está, yo he llamado a su puerta y nadie ha abierto. No ha contestado a mis llamadas, ha desaparecido del mapa sin dar explicaciones ni despedirse, exactamente igual que mi madre. La idea de que me hayan abandonado de nuevo me resulta más dolorosa y torturante que tener el recuerdo de una ruptura limpia. Habría sido mejor que la persona más importante de mi vida me hubiese dicho que yo no era lo que buscaba, que ya no me quería. Sin embargo, aceptar que yo ni siquiera le importaba lo suficiente como para romper conmigo me destroza. Y más viniendo de una persona tan considerada y con unos modales tan exquisitos como Patrick Hall, ¡maldito Patrick Hall!

Maldito Patrick Hall…


4

Desde que comencé a pensar en Patrick, los recuerdos son cada vez más constantes y repetitivos. A menudo recuerdo el día en el que le conocí, se ha convertido en uno de mis recuerdos favoritos.
Acababa de mudarme de Estados Unidos con mi padre. Él se había ido a casa de la abuela, una casa pequeña pero bastante bonita, a las afueras de Londres. Sin embargo, tuvo que comprarme un piso. Yo había terminado el instituto e iba a empezar mi carrera universitaria en la ciudad, así que me iba a resultar difícil desplazarme, las distancias eran considerables.
Era el primer día. En la moneda me había salido cruz, así que no me había quedado más remedio que ir a mi nuevo centro de estudios. Y ahí estaba, en medio de un montón de universitarios de primer año. Por un momento eché de menos a las amigas que tenía en California, y quise que estuvieran allí conmigo, emocionadas con los chicos del lugar en uno de esos jueguecitos en los que yo nunca participaba. En aquel instante me habría gustado, pero fue solo un instante.
Aquel día llegué tarde a la primera clase por pura desorientación. Él estaba sentado en una de las filas intermedias, aunque yo no reparé en su presencia al principio. Yo me senté en una de las últimas filas, algo cohibida.
La clase se me hizo larga y pesada. Nunca tuve nada en contra del acento británico, pero me costó acostumbrarme. Cuando terminó, la gente comenzó a salir del aula de manera precipitada. Y como yo era de las últimas, permanecí en el lugar el tiempo suficiente para observar como un par de chicas se abalanzaban sobre un chico que aún recogía, cuidadosamente, todas sus cosas. No pude evitar observarle. Tenía el pelo a la altura del comienzo de la mandíbula, algo ondulado, y de un color dorado oscuro; parecía bastante cuidado. Me atusé el pelo instintivamente, mientras observaba como, tras soltar una risita nerviosa y despedirse como si de quinceañeras en el instituto se tratasen, las chicas abandonaban el aula.
Me gustaría decir que nuestro primer encuentro fue como en las películas norteamericanas. Que me dirigí a la salida con los libros en los brazos y que justo él, en un descuido, se cruzó en mi camino y chocamos, cayendo al suelo y, ayudándonos mutuamente a recoger nuestros papeles mientras nos disculpábamos, alzasemos la mirada y nos encontrásemos, sabiendo que éramos el uno para el otro.
No, no fue así. En primer lugar, yo jamás llevaba los libros en los brazos, usaba mochila. Y en segundo lugar, él jamás hacía movimientos bruscos, y menos en un sitio público. Habría sido imposible chocarse con él, pues solía andar como si se deslizara, de forma precaria pero veloz. Sabía mantener las distancias con las personas.
En realidad, no hablé con él hasta días después. Estaba buscando alguna máquina expendedora o una cafetería en el campus mientras la mayoría de estudiantes se encontraban sentados en las mesas de madera que había en los jardines. Me resultaba embarazoso preguntarle a alguien totalmente desconocido por la cafetería con mi marcado acento americano, pero entonces volví a ver a aquel chico. Caminaba de forma diferente, muy erguido, de manera cuidadosa, como si en un pase de modelos masculinos estuviese. Encontré la excusa perfecta para acercarme a él, así que nuestro primer encuentro no fue el destino, sino mis ganas de comprobar si tenía un rostro bonito o no. Le perseguí hasta que estuvo a  mi alcance y pude tocarle el hombro, con la punta de los dedos. Tuve que hacerlo de nuevo, pues apenas le rocé y no pareció notarlo. El segundo intento fue un toquecito más firme que el anterior, pero seguía siendo bastante débil. Aún así, sirvió para llamar su atención. Se dio la vuelta y me miró, aunque no pronunció palabra, simplemente esperó a que yo hablase. Sentí el impulso de salir corriendo, sin razón alguna. Quizá se debía a que él me miraba con un par de ojos ambarinos, de forma fija y directa, y a mí siempre me ha costado mirar a la gente a los ojos, es algo que hace que me sienta realmente incómoda.
—Disculpa… ¿la cafetería? —dije con un hilo de voz que automáticamente aclaré carraspeando, mientras esbozaba una mueca extraña en un intento de sonreír.
—Voy de camino, puedo acompañarte —su tono de voz era seguro, agradable.
Tenía una forma de hablar muy peculiar. Sin levantar la voz, con las palabras justas. A veces se le quebraba la voz a mitad de una frase o cuando la terminaba, era como si realmente le costara mantener una conversación. Intenté mejorar mi sonrisa y murmuré:
—Gracias.
Estuvimos caminando casi dos minutos en absoluto silencio, pero él era muy cordial y sabía hablar en el momento adecuado y con la educación adecuada.
—¿Es tu primer año aquí? —preguntó, desviando la mirada hacia mí.
Noté que me observaba, pero mantuve la vista clavada en el frente.
—Oh, sí, acabo de mudarme a Londres. Soy de California.
—Ya veo.
No dijo nada sobre mi acento. Eso fue lo primero que realmente me gustó de él. No era un enano mental que se creía gracioso haciendo bromas por cualquier cosa y sin sentido alguno.
No volvimos a hablar hasta llegar a la cafetería. Supongo que él notaba mi incomodidad, pero en realidad era yo quien había querido hablarle. Cuando llegamos a la cafetería, estuve apunto de volver a agradecérselo, pero algo me lo impidió. Aún no sé por qué me sentí así aquella vez, tan vulnerable; porque con el paso del tiempo siempre he sido yo quien le ha arrastrado conmigo, y era él quien tendría que haberse sentido apocado al menos una vez, pero nunca fue así. Siempre parecía tranquilo, seguro, parecía estar cómodo con mis extravagantes ideas.
Yo miraba a mi alrededor, sospesando mis opciones para comer. Recuerdo que no tenía demasiada hambre, pero no podía pedirme un refresco después de haber ido hasta allí con él.
—¿Cuál es tu nombre? —pregunté, intentando olvidar que tenía que alimentarme.
—Patrick Hall —dijo, mirándome sin añadir nada más.
—Yo me llamo April, April Anderson —le dije, sonriendo—. Si vas a sentarte solo, ¿puedo comer contigo? Aún no conozco a nadie de por aquí.
Él asintió con la cabeza, ladeando una sonrisa casi imperceptible. Seguí observando los menús hasta que volvió a hablar.
—Si te gustan las ensaladas, te las recomiendo —dijo él, al cabo de unos minutos.
Esbocé una sonrisa, satisfecha por poder elegir algo ligero. Aunque me sentí mucho más cómoda cuando vi que él simplemente se pedía un café.
No volvió a hablar mucho más, era medido con las palabras. Sin embargo, yo ya no pude parar. Cuando empiezo a hablar soy implacable. Le hablé de mi casa en Pasadena, de que me gustaba la música Indie, de mi pasión por los frutos secos y de que mi nuevo piso en Londres era muy frío. Él sonreía y me escuchaba, preguntándome a veces, pareciendo interesado.

Aquella fue la primera vez de las muchas que comimos juntos. Y ahora me encontraba pidiendo comida tailandesa por teléfono mientras extrañaba los platos que él siempre hacía, porque hasta para cocinar soy un desastre.


3

Hace treinta y dos días que no sé nada de él. El tiempo pasa lento, de una forma irreal. Tengo un constante aturdimiento, una mala percepción de la realidad. Y la realidad es que él ya no está aquí. Siento que llevo una enorme losa a la espalda con la que tengo que cargar vaya a dónde vaya. Todo me cuesta, nada tiene sentido. Y esta losa no es más que la estupidez que me impide entender que no estará haciendo el desayuno cuando me levante. Me cuesta aceptar que le echo de menos, que se me hace cuesta arriba el no tenerle conmigo. Es la segunda vez que paso por esto, pero después de la primera no pensé que podrían volver a abandonarme. Sin embargo, me cuesta echar de menos las cosas pasadas, porque simplemente soy incapaz de pensar en ellas sin ponerme a llorar. Pero los recuerdos son inevitables. La herida es muy reciente, y no puede cicatrizar mientras está sangrando.

Había ido a la compra por la mañana, con intención de comprar comida de verdad, pero una vez más acabé comprando helado, café y frutos secos. Bolsas y bolsas de frutos secos. Así que ahora me estoy atiborrando de nueces y almendras mientras observo mi portátil encendido. Me debato entre borrar sus fotos y pasar página, o tirar el aparato por la ventana. Lo cierto es que me aterra la idea de abrir la carpeta con nuestras fotos en Barcelona.
Recuerdo cada detalle. Habíamos salido hacia al aeropuerto de Heathrow con el tiempo justo. Él llevaba su maleta de ruedas negra, la pequeña, no la grande. Después de todo, solo íbamos a pasar unos días. Yo, sin embargo, llevaba una bolsa de viaje de tela azul que me pesaba mucho. Las asas de dicha bolsa comenzaban a deformarme y enrojecerme los dedos mientras la cargaba. Él se ofreció a llevármela una vez, porque sabía que era demasiado para mis brazos sin fuerza alguna. En realidad, era demasiado para los tres días que íbamos a estar. Le dije que no. Después de caminar por el aeropuerto, en busca de algún carrito, volvió a ofrecérmelo, pero nuevamente me negué y él no volvió a insistir. Siempre ha sido de pocas palabras. Estoy segura de que se imaginaba lo mucho que me fastidiaba tener que cargar con aquella bolsa, pero cierto es que él sabía lo terca que podía llegar a ser, y lo mucho que odiaba que evitasen que me saliera con la mía, aunque fuera por mi bien, así que dejó que siguiera cargándola hasta que encontramos, finalmente, un carrito sin dueño. Quiso llevarlo él y yo cedí, aprovechando para cogerme de uno de sus brazos.
Caminaba de forma rígida, tenía un aspecto tenso, pero en realidad no lo estaba. Nunca supe porque iba siempre tan derecho y con esa mueca inexpresiva. Quizá se debía a su educación, era muy respetuoso y siempre iba con la cabeza bien alta. Esa pose a veces le daba un aire a caballero del siglo pasado.
Posé mi cabeza en su hombro y entrecerré los ojos, disfrutando de la suavidad su camisa de botones, negra y de manga larga.
Tuvieron que llamarnos por megafonía para embarcar. Al final llegamos a tiempo, nos habíamos retrasado porque yo no encontraba mi reloj, a pesar de que él me había avisado previamente sobre prepararme antes y salir con tiempo. No se enfadó, ni siquiera dijo nada al respecto. Cuando estuvimos sentados en el avión, le confesé que era la primera vez que iba a volar en uno. Él no hizo bromas sobre que no había salido de Londres a mis veinte años de edad, cosa que antaño habían hecho otras personas, como si realmente eso importara. Tampoco me preguntó si tenía miedo. Como ya dije, él me entendía demasiado bien sin necesidad de palabras. Cogió mi mano con seguridad y, en voz baja, me dijo: No tengas miedo. Sentí su mano grande y protectora en comparación a la mía. Estaba seca y a la temperatura que mis fríos dedos necesitaban, como siempre. Me aferré a ese agarre, durante todo el viaje. En un momento dado me dormí y cuando abrí los ojos él estaba dormido a mi lado en una postura muy recta que parecía incómoda, pero no había soltado mi mano. Me gustaría seguir en ese avión, con sus dedos entrelazados con los míos, tan pálidos y delgados.

El teléfono suena de repente, sacándome de mis pensamientos. Siento un vuelco en el corazón mientras me enjuago las mejillas húmedas. ¿Será él? Dejo que el teléfono siga sonando. Si no es él, no quiero coger el teléfono. Y si es él, realmente no tengo fuerzas para ponerme en pie. Me cuesta respirar, incluso. Cuando el teléfono deja de sonar, mi respiración se paraliza por completo, durante unos segundos, hasta que salta el contestador automático.
April, cariño, soy Harold, tu padre —me impresionó su manera de decirlo. No tenía que identificarse así, sabía que era él—. Me preguntaba cómo estabas... Bueno, llámame cuando oigas el mensaje.
Me dio la sensación de que iba a decir algo más, pero no fue así.
Hacía tiempo que no sabía nada de mi padre, mis pensamientos insanos me mantienen apartada del presente. Pero no me reconfortó tener noticias suyas, en realidad me sentí decepcionada porque no era quien yo esperaba.

Aquella noche llamé a mi padre, la conversación fue corta y realmente no nos dijimos demasiado. Pero sabíamos que el otro estaba vivo, y al parecer nos bastaba con eso.


2

Al abrir los ojos, me encuentro en el sofá. Instintivamente me toco los pies con la punta de los dedos, buscando las heridas producidas por los cristales. Pero no hay nada, la superficie es lisa y suave. Está seca. A mi lado, todavía hay media tarrina de helado de chocolate, ya que no lo terminé, pero solo mirarla me produce arcadas. Intento incorporarme, pero en un primer momento, mi cuerpo me lo impide. Hay poca luz, por lo que pienso que debe estar amaneciendo, aunque tengo la sensación de haber dormido muchísimo.
Cuando mis miembros me responden, consigo sentarme y ponerme en pie. Siento un ligero mareo. Me dirijo a la cocina, con andares irregulares, torpes. Al llegar, la vajilla está en su sitio, perfectamente colocada. Todo está ordenado. Abro la nevera. Ahí están los macarrones y la tónica, por desgracia eso sigue exactamente igual que en mi sueño.

Entro en mi habitación y contemplo la cama deshecha en la que se encuentra mi abrigo mojado; aún no se ha secado desde que lo dejé ahí, días atrás. En el suelo, siguen mis botas y mis pantalones. Todo lo demás está colocado: los libros encima de la mesita de noche, la guitarra apoyada en el escritorio, los retratos en las estanterías…  Todo ordenado. El único caos se encuentra en mi cabeza, entre notas musicales y conversaciones sin sentido, palabras sueltas que nada significan. Y en medio de todo eso, está él.
Necesito distraerme. Me dirijo al reloj de mi escritorio y al mirar la hora me doy cuenta de que no amanece: en realidad está anocheciendo. Llevo casi un día entero durmiendo, por eso me siento tan pesada aunque no supere los cincuenta kilos con mi metro sesenta y cinco de altura.
Es lunes por la noche, así que tengo que ir a trabajar. Ya he faltado el jueves y el viernes, no puedo fallar hoy también. Abro mi armario y cojo mis pantalones vaqueros ceñidos y desgastados que tienen algunos rotos. Cojo también una camiseta de asillas negra y un jersey azul oscuro bastante grueso que es más grande de lo que necesito, pero a mí me gustan las tallas grandes. Lo último que me apetece en estos momentos es ponerme un sujetador, y realmente no es algo que me haga falta.

Después de ducharme y vestirme, me hago un café sin ni siquiera secarme el pelo, que me gotea en el cuello de forma molesta. Mientras la bebida se enfría, me dirijo al baño para acabar con aquel frío insoportable que empiezo a tener en la nuca y me seco el pelo, definiendo mi corte despuntado. Hace años que lo llevo así, liso pero alocado. Tengo ganas de hacerme algo diferente, pero nunca encuentro el momento. Y en realidad es por puro cansancio de esta monotonía, mi pelo me gusta mucho así.
Me maquillo un poco y salgo del baño para ponerme las botas y coger la guitarra: a pesar de haberme despejado, mis movimientos siguen siendo algo imprecisos.
Entro de nuevo en la cocina, que conecta con el salón, y me tomo mi café. Al salir por la puerta de mi piso, alzo un poco la cabeza, manteniéndome de pie en el pasillo. No sé si en el bar están esperándome para que toque como acostumbro a hacer lunes, miércoles y viernes, y aunque sea así no he preparado ninguna canción. Sin embargo, tengo la opción de cantar una que creo que es la causa de mi sueño. Tanto el videoclip como la letra parecen estar hechos para mí, a pesar de que yo no soy tan valiente como para romper mis dos únicas copas y pisar cristales, y creo que en parte se debe a una cuestión de pereza. Pero esta noche me encuentro valiente para expresar lo que siento, a pesar de que eso jamás se me ha dado bien.

Cuando estuve en el pequeño escenario, mientras cantaba una de las últimas estrofas de esa canción de Adele, sentí que la voz se me quebraba. Supongo que el público lo tomó como una muestra de empatía hacia la canción. Y así era; apunto estuve de comenzar a llorar, porque realmente él y yo pudimos tenerlo todo.




1

Miro el interior de la nevera por enésima vez, pero ahí sigue la tónica abierta de la noche anterior y el plato de macarrones de hacía una semana. En la cafetera aún queda algo de café frío y amargo. Me he tomado dos tarrinas de helado con una cuchara sopera mientras veía la Teletienda. 
Ya eran más de las dos de la madrugada cuando descolgué el teléfono con intención de llamarle, pero gracias a Dios mi orgullo me lo impidió. Solo la idea de necesitarle ahora hace que me sienta impotente. Al echarle de menos, días antes, me sentí estúpida. Más de lo que me siento ahora, en medio de la cocina, sin haberme cambiado la ropa que uso para dormir desde la noche anterior, con el maquillaje corrido y el esmalte rojo de uñas descascarillado, con una sensación nauseabunda por haber tomado tanto helado después de no haber comido nada desde ayer. Me pongo el pelo, cortísimo, detrás de las orejas, tirando de algunos mechones que no me llegan. Los tirones me hacen recordar que sigo viviendo. O mejor dicho, sobreviviendo, cosa que cada vez me resulta más difícil.
Abro el armario en el que están los vasos, poniéndome de puntillas para ello. Cada centímetro de este maldito piso me recuerda a él, a pesar de que nunca le propuse venir a vivir conmigo. Él tampoco me lo propuso a mí.
Cojo dos copas de cristal, las únicas que tengo por si necesito hacer el paripé. Son las primeras afortunadas. Dejo caer la primera porque apenas tengo fuerza en los brazos, pero cuando oigo el estallido del cristal contra el suelo, una sensación nueva se apodera de mí. La segunda copa corre la misma suerte, mientras lanzo el primer vaso contra la pared. Destino que sufren los siguientes, hasta que vacío el armario. Luego los platos, uno detrás de otro. Primero los de postre, porque en mi vida todo está al revés.

No soy consciente del tiempo que ha pasado desde que empecé a romper la vajilla, lo único que sé es que solo me queda mi taza de café y el plato en el que están los macarrones. Los cubiertos siguen intactos, no quiero sentir la necesidad de clavarme un cuchillo al verlo. Su recuerdo vuelve a mi mente. Avanzo hacia los trozos puntiagudos de cristal y porcelana que hay en el suelo. Al posar mis pies sobre ellos, no puedo negar que siento dolor cuando noto que me atraviesan la carne. No puedo negar que tengo ganas de gritar, pero permanezco callada. Diría que esta sensación es insoportable, casi horrible, pero por desgracia duele menos que seguir recordándole.

Y por suerte, después del dolor, solo hay simple vacío.