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Al abrir los ojos, me encuentro en el sofá. Instintivamente me toco los pies con la punta de los dedos, buscando las heridas producidas por los cristales. Pero no hay nada, la superficie es lisa y suave. Está seca. A mi lado, todavía hay media tarrina de helado de chocolate, ya que no lo terminé, pero solo mirarla me produce arcadas. Intento incorporarme, pero en un primer momento, mi cuerpo me lo impide. Hay poca luz, por lo que pienso que debe estar amaneciendo, aunque tengo la sensación de haber dormido muchísimo.
Cuando mis miembros me responden, consigo sentarme y ponerme en pie. Siento un ligero mareo. Me dirijo a la cocina, con andares irregulares, torpes. Al llegar, la vajilla está en su sitio, perfectamente colocada. Todo está ordenado. Abro la nevera. Ahí están los macarrones y la tónica, por desgracia eso sigue exactamente igual que en mi sueño.

Entro en mi habitación y contemplo la cama deshecha en la que se encuentra mi abrigo mojado; aún no se ha secado desde que lo dejé ahí, días atrás. En el suelo, siguen mis botas y mis pantalones. Todo lo demás está colocado: los libros encima de la mesita de noche, la guitarra apoyada en el escritorio, los retratos en las estanterías…  Todo ordenado. El único caos se encuentra en mi cabeza, entre notas musicales y conversaciones sin sentido, palabras sueltas que nada significan. Y en medio de todo eso, está él.
Necesito distraerme. Me dirijo al reloj de mi escritorio y al mirar la hora me doy cuenta de que no amanece: en realidad está anocheciendo. Llevo casi un día entero durmiendo, por eso me siento tan pesada aunque no supere los cincuenta kilos con mi metro sesenta y cinco de altura.
Es lunes por la noche, así que tengo que ir a trabajar. Ya he faltado el jueves y el viernes, no puedo fallar hoy también. Abro mi armario y cojo mis pantalones vaqueros ceñidos y desgastados que tienen algunos rotos. Cojo también una camiseta de asillas negra y un jersey azul oscuro bastante grueso que es más grande de lo que necesito, pero a mí me gustan las tallas grandes. Lo último que me apetece en estos momentos es ponerme un sujetador, y realmente no es algo que me haga falta.

Después de ducharme y vestirme, me hago un café sin ni siquiera secarme el pelo, que me gotea en el cuello de forma molesta. Mientras la bebida se enfría, me dirijo al baño para acabar con aquel frío insoportable que empiezo a tener en la nuca y me seco el pelo, definiendo mi corte despuntado. Hace años que lo llevo así, liso pero alocado. Tengo ganas de hacerme algo diferente, pero nunca encuentro el momento. Y en realidad es por puro cansancio de esta monotonía, mi pelo me gusta mucho así.
Me maquillo un poco y salgo del baño para ponerme las botas y coger la guitarra: a pesar de haberme despejado, mis movimientos siguen siendo algo imprecisos.
Entro de nuevo en la cocina, que conecta con el salón, y me tomo mi café. Al salir por la puerta de mi piso, alzo un poco la cabeza, manteniéndome de pie en el pasillo. No sé si en el bar están esperándome para que toque como acostumbro a hacer lunes, miércoles y viernes, y aunque sea así no he preparado ninguna canción. Sin embargo, tengo la opción de cantar una que creo que es la causa de mi sueño. Tanto el videoclip como la letra parecen estar hechos para mí, a pesar de que yo no soy tan valiente como para romper mis dos únicas copas y pisar cristales, y creo que en parte se debe a una cuestión de pereza. Pero esta noche me encuentro valiente para expresar lo que siento, a pesar de que eso jamás se me ha dado bien.

Cuando estuve en el pequeño escenario, mientras cantaba una de las últimas estrofas de esa canción de Adele, sentí que la voz se me quebraba. Supongo que el público lo tomó como una muestra de empatía hacia la canción. Y así era; apunto estuve de comenzar a llorar, porque realmente él y yo pudimos tenerlo todo.



2 comentarios:

  1. Me ha enganchado la historia, solo diré una cosa más: Sigue escribiendo y me harás feliz.
    Muchos ánimos.

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