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Miro el interior de la nevera por enésima vez, pero ahí sigue la
tónica abierta de la noche anterior y el plato de macarrones de hacía una
semana. En la cafetera aún queda algo de café frío y amargo. Me he tomado dos
tarrinas de helado con una cuchara sopera mientras veía la Teletienda.
Ya eran más de las dos de la madrugada cuando descolgué el
teléfono con intención de llamarle, pero gracias a Dios mi orgullo me lo
impidió. Solo la idea de necesitarle ahora hace que me sienta impotente. Al
echarle de menos, días antes, me sentí estúpida. Más de lo que me siento ahora,
en medio de la cocina, sin haberme cambiado la ropa que uso para dormir desde
la noche anterior, con el maquillaje corrido y el esmalte rojo de uñas
descascarillado, con una sensación nauseabunda por haber tomado tanto helado
después de no haber comido nada desde ayer. Me pongo el pelo, cortísimo, detrás
de las orejas, tirando de algunos mechones que no me llegan. Los tirones me
hacen recordar que sigo viviendo. O mejor dicho, sobreviviendo, cosa que cada
vez me resulta más difícil.
Abro el armario en el que están los vasos, poniéndome de puntillas
para ello. Cada centímetro de este maldito piso me recuerda a él, a pesar de
que nunca le propuse venir a vivir conmigo. Él tampoco me lo propuso a mí.
Cojo dos copas de cristal, las únicas que tengo por si necesito
hacer el paripé. Son las primeras afortunadas. Dejo caer la primera porque apenas
tengo fuerza en los brazos, pero cuando oigo el estallido del cristal contra el
suelo, una sensación nueva se apodera de mí. La segunda copa corre la misma
suerte, mientras lanzo el primer vaso contra la pared. Destino que
sufren los siguientes, hasta que vacío el armario. Luego los platos, uno detrás
de otro. Primero los de postre, porque en mi vida todo está al revés.
No soy consciente del tiempo que ha pasado desde que empecé a
romper la vajilla, lo único que sé es que solo me queda mi taza de café y el
plato en el que están los macarrones. Los cubiertos siguen intactos, no quiero
sentir la necesidad de clavarme un cuchillo al verlo. Su recuerdo vuelve a mi
mente. Avanzo hacia los trozos puntiagudos de cristal y porcelana que hay en el
suelo. Al posar mis pies sobre ellos, no puedo negar que siento dolor cuando
noto que me atraviesan la
carne. No puedo negar que tengo ganas de gritar, pero permanezco
callada. Diría que esta sensación es insoportable, casi horrible, pero por
desgracia duele menos que seguir recordándole.
Y por suerte, después del dolor, solo hay simple vacío.
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