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Estoy acurrucándome entre las sábanas de mi cama. La ropa está esparcida por el suelo desde hace semanas y mi armario parece el escenario de una catástrofe natural. Cierro los ojos y hundo la mejilla en la almohada. En su almohada. Pero ya no queda ni una pizca de ese olor a limón amargo que cada vez está más presente en mis pensamientos.
Nunca imaginé que estaría como estoy ahora por algo como una relación. En realidad, si de pequeña me hubieran contado algo parecido a esta decadencia, me habría echado a reír sin dudarlo. Habría tratado el tema como lo he tratado todo en mi vida, como si fuera algo que jamás pudiera pasarme a mí, como si realmente no fuera conmigo. Como un hecho paralelo a mi vida. 
Cuando tenía seis años, mi abuelo paterno murió de cáncer de pulmón. Hasta entonces, el cáncer me había parecido una enfermedad lejana, porque simplemente era algo que yo no padecía.
Y lo mismo pasó el día que mi madre se fue. Con siete años no puedes concebir que tu madre se ha ido y no va a volver. En mi caso, ni siquiera fue algo predecible. No había discusiones entre mis padres; lo único que recuerdo entre ellos es el silencio. Caras serias, pocas palabras, pero después de todo era un ambiente normal; y lo era sobre todo para mí, ya que no conocía otra cosa.
Un día llegué a casa con el autobús del colegio, y ahí estaba mi padre en el salón, sentado con la cabeza entre las manos y los codos en las rodillas. Yo me senté a su lado y le acaricié el dorso de una mano, pidiéndole que se despertara. Cuando alzó la mirada, tenía los ojos enrojecidos e hinchados. ¿Por qué lloras?, pregunté. Él me respondió que solo dormía.
Subí a mi cuarto por las escaleras y pasé la tarde entera haciendo un puzzle que se me antojaba imposible. Cuando volví al piso de abajo, mi padre seguía en la misma postura. Tengo hambre, ¿dónde está mamá?, fue la primera y última vez que lo pregunté. No va a venir a cenar, pero quizá esté aquí mañana.
Pasé casi un año esperando a que apareciese el día siguiente, pero nunca lo hizo. Echaba de menos a mi madre, pero no estaba triste, ni siquiera lloraba. Cuando se es pequeño no se tiene la misma noción del tiempo que cuando se es adulto.
Pasó un año entero, y entonces entendí que mi madre no iba a volver. No me había llamado ni un solo día. Mi padre casi no hablaba, así que la casa cada vez fue más silenciosa. Y fue en esa época en la que comencé a llorar porque extrañaba a mi madre, y estuve llorando, noche a noche, hasta que cumplí los doce años.
Después del abandono de mi madre, mi vida ha sido como ese puzzle imposible que, por mucho que me esforzase, era incapaz de hacer.
Y ahora Patrick tampoco está, yo he llamado a su puerta y nadie ha abierto. No ha contestado a mis llamadas, ha desaparecido del mapa sin dar explicaciones ni despedirse, exactamente igual que mi madre. La idea de que me hayan abandonado de nuevo me resulta más dolorosa y torturante que tener el recuerdo de una ruptura limpia. Habría sido mejor que la persona más importante de mi vida me hubiese dicho que yo no era lo que buscaba, que ya no me quería. Sin embargo, aceptar que yo ni siquiera le importaba lo suficiente como para romper conmigo me destroza. Y más viniendo de una persona tan considerada y con unos modales tan exquisitos como Patrick Hall, ¡maldito Patrick Hall!

Maldito Patrick Hall…

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