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Hace treinta y dos días que no sé nada de él. El tiempo pasa
lento, de una forma irreal. Tengo un constante aturdimiento, una mala
percepción de la realidad.
Y la realidad es que él ya no está aquí. Siento que llevo una
enorme losa a la espalda con la que tengo que cargar vaya a dónde vaya. Todo me
cuesta, nada tiene sentido. Y esta losa no es más que la estupidez que me
impide entender que no estará haciendo el desayuno cuando me levante. Me cuesta
aceptar que le echo de menos, que se me hace cuesta arriba el no tenerle
conmigo. Es la segunda vez que paso por esto, pero después de la primera no
pensé que podrían volver a abandonarme. Sin embargo, me cuesta echar de menos
las cosas pasadas, porque simplemente soy incapaz de pensar en ellas sin
ponerme a llorar. Pero los recuerdos son inevitables. La herida es muy
reciente, y no puede cicatrizar mientras está sangrando.
Había ido a la compra por la mañana, con intención de comprar
comida de verdad, pero una vez más acabé comprando helado, café y frutos secos.
Bolsas y bolsas de frutos secos. Así que ahora me estoy atiborrando de nueces y
almendras mientras observo mi portátil encendido. Me debato entre borrar sus
fotos y pasar página, o tirar el aparato por la ventana. Lo cierto es
que me aterra la idea de abrir la carpeta con nuestras fotos en Barcelona.
Recuerdo cada detalle. Habíamos salido hacia al aeropuerto de
Heathrow con el tiempo justo. Él llevaba su maleta de ruedas negra, la pequeña,
no la grande. Después
de todo, solo íbamos a pasar unos días. Yo, sin embargo, llevaba una bolsa de viaje de tela
azul que me pesaba mucho. Las asas de dicha bolsa comenzaban a deformarme y
enrojecerme los dedos mientras la cargaba. Él se ofreció a llevármela una vez,
porque sabía que era demasiado para mis brazos sin fuerza alguna. En realidad,
era demasiado para los tres días que íbamos a estar. Le dije que no. Después de
caminar por el aeropuerto, en busca de algún carrito, volvió a ofrecérmelo,
pero nuevamente me negué y él no volvió a insistir. Siempre ha sido de pocas
palabras. Estoy segura de que se imaginaba lo mucho que me fastidiaba tener que
cargar con aquella bolsa, pero cierto es que él sabía lo terca que podía llegar
a ser, y lo mucho que odiaba que evitasen que me saliera con la mía, aunque
fuera por mi bien, así que dejó que siguiera cargándola hasta que encontramos,
finalmente, un carrito sin dueño. Quiso llevarlo él y yo cedí, aprovechando
para cogerme de uno de sus brazos.
Caminaba de forma
rígida, tenía un aspecto tenso, pero en realidad no lo estaba. Nunca supe
porque iba siempre tan derecho y con esa mueca inexpresiva. Quizá se debía a su
educación, era muy respetuoso y siempre iba con la cabeza bien alta. Esa pose a
veces le daba un aire a caballero del siglo pasado.
Posé mi cabeza en su
hombro y entrecerré los ojos, disfrutando de la suavidad su camisa de botones,
negra y de manga larga.
Tuvieron que llamarnos
por megafonía para embarcar. Al final llegamos a tiempo, nos habíamos retrasado
porque yo no encontraba mi reloj, a pesar de que él me había avisado
previamente sobre prepararme antes y salir con tiempo. No se enfadó, ni
siquiera dijo nada al respecto. Cuando estuvimos sentados en el avión, le
confesé que era la primera vez que iba a volar en uno. Él no hizo bromas sobre que
no había salido de Londres a mis veinte años de edad, cosa que antaño habían
hecho otras personas, como si realmente eso importara. Tampoco me preguntó si
tenía miedo. Como ya dije, él me entendía demasiado bien sin necesidad de palabras.
Cogió mi mano con seguridad y, en voz baja, me dijo: No tengas miedo. Sentí su mano grande y protectora en comparación a
la mía. Estaba
seca y a la temperatura que mis fríos dedos necesitaban, como siempre. Me
aferré a ese agarre, durante todo el viaje. En un momento dado me dormí y
cuando abrí los ojos él estaba dormido a mi lado en una postura muy recta que
parecía incómoda, pero no había soltado mi mano. Me gustaría seguir en ese avión,
con sus dedos entrelazados con los míos, tan pálidos y delgados.
El teléfono suena de repente,
sacándome de mis pensamientos. Siento un vuelco en el corazón mientras me
enjuago las mejillas húmedas. ¿Será él? Dejo que el teléfono siga sonando. Si
no es él, no quiero coger el teléfono. Y si es él, realmente no tengo fuerzas
para ponerme en pie. Me cuesta respirar, incluso. Cuando el teléfono deja de
sonar, mi respiración se paraliza por completo, durante unos segundos, hasta
que salta el contestador automático.
—April, cariño, soy Harold, tu
padre —me impresionó su manera de decirlo. No tenía que identificarse así, sabía que era él—. Me preguntaba cómo estabas... Bueno,
llámame cuando oigas el mensaje.
Me dio la sensación de que iba a decir algo más, pero no fue así.
Hacía tiempo que no sabía nada de mi padre, mis pensamientos insanos me
mantienen apartada del presente. Pero no me reconfortó tener noticias suyas, en
realidad me sentí decepcionada porque no era quien yo esperaba.
Aquella noche llamé a mi padre, la conversación fue corta y realmente no
nos dijimos demasiado. Pero sabíamos que el otro estaba vivo, y al parecer nos
bastaba con eso.
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