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Desde que comencé a pensar en Patrick, los recuerdos son cada vez más
constantes y repetitivos. A menudo recuerdo el día en el que le conocí, se ha
convertido en uno de mis recuerdos favoritos.
Acababa de mudarme de Estados Unidos con mi padre. Él se había ido a casa
de la abuela, una casa pequeña pero bastante bonita, a las afueras de Londres.
Sin embargo, tuvo que comprarme un piso. Yo había terminado el instituto e iba
a empezar mi carrera universitaria en la ciudad, así que me iba a resultar
difícil desplazarme, las distancias eran considerables.
Era el primer día. En la moneda me había salido cruz, así que no me
había quedado más remedio que ir a mi nuevo centro de estudios. Y ahí estaba,
en medio de un montón de universitarios de primer año. Por un momento eché de
menos a las amigas que tenía en California, y quise que estuvieran allí
conmigo, emocionadas con los chicos del lugar en uno de esos jueguecitos en los
que yo nunca participaba. En aquel instante me habría gustado, pero fue solo un
instante.
Aquel día llegué tarde a la primera clase por pura desorientación. Él
estaba sentado en una de las filas intermedias, aunque yo no reparé en su
presencia al principio. Yo me senté en una de las últimas filas, algo cohibida.
La clase se me hizo larga y pesada. Nunca tuve nada en contra del acento
británico, pero me costó acostumbrarme. Cuando terminó, la gente comenzó a
salir del aula de manera precipitada. Y como yo era de las últimas, permanecí
en el lugar el tiempo suficiente para observar como un par de chicas se
abalanzaban sobre un chico que aún recogía, cuidadosamente, todas sus cosas. No
pude evitar observarle. Tenía el pelo a la altura del comienzo de la mandíbula,
algo ondulado, y de un color dorado oscuro; parecía bastante cuidado. Me atusé
el pelo instintivamente, mientras observaba como, tras soltar una risita
nerviosa y despedirse como si de quinceañeras en el instituto se tratasen, las
chicas abandonaban el aula.
Me gustaría decir que nuestro primer encuentro fue como en las películas
norteamericanas. Que me dirigí a la salida con los libros en los brazos y que
justo él, en un descuido, se cruzó en mi camino y chocamos, cayendo al suelo y,
ayudándonos mutuamente a recoger nuestros papeles mientras nos disculpábamos,
alzasemos la mirada y nos encontrásemos, sabiendo que éramos el uno para el
otro.
No, no fue así. En primer lugar, yo jamás llevaba los libros en los brazos, usaba mochila. Y en
segundo lugar, él jamás hacía movimientos bruscos, y menos en un sitio público.
Habría sido imposible chocarse con él, pues solía andar como si se deslizara,
de forma precaria pero veloz. Sabía mantener las distancias con las personas.
En realidad, no hablé
con él hasta días después. Estaba buscando alguna máquina expendedora o una
cafetería en el campus mientras la mayoría de estudiantes se encontraban
sentados en las mesas de madera que había en los jardines. Me resultaba
embarazoso preguntarle a alguien totalmente desconocido por la cafetería con mi
marcado acento americano, pero entonces volví a ver a aquel chico. Caminaba de
forma diferente, muy erguido, de manera cuidadosa, como si en un pase de
modelos masculinos estuviese. Encontré la excusa perfecta para acercarme a él,
así que nuestro primer encuentro no fue el destino, sino mis ganas de comprobar
si tenía un rostro bonito o no. Le perseguí hasta que estuvo a mi alcance y pude tocarle el hombro, con la
punta de los dedos. Tuve que hacerlo de nuevo, pues apenas le rocé y no pareció
notarlo. El segundo intento fue un toquecito más firme que el anterior, pero
seguía siendo bastante débil. Aún así, sirvió para llamar su atención. Se dio
la vuelta y me miró, aunque no pronunció palabra, simplemente esperó a que yo
hablase. Sentí el impulso de salir corriendo, sin razón alguna. Quizá se debía
a que él me miraba con un par de ojos ambarinos, de forma fija y directa, y a
mí siempre me ha costado mirar a la gente a los ojos, es algo que hace que me
sienta realmente incómoda.
—Disculpa… ¿la cafetería? —dije con un hilo de voz que automáticamente
aclaré carraspeando, mientras esbozaba una mueca extraña en un intento de sonreír.
—Voy de camino, puedo acompañarte —su tono de voz era seguro, agradable.
Tenía una forma de hablar muy peculiar. Sin levantar la voz, con las
palabras justas. A veces se le quebraba la voz a mitad de una frase o cuando la
terminaba, era como si realmente le costara mantener una conversación. Intenté
mejorar mi sonrisa y murmuré:
—Gracias.
Estuvimos caminando casi dos minutos en absoluto silencio, pero él era
muy cordial y sabía hablar en el momento adecuado y con la educación adecuada.
—¿Es tu primer año aquí? —preguntó, desviando la mirada hacia mí.
Noté que me observaba, pero mantuve la vista clavada en el frente.
—Oh, sí, acabo de mudarme a Londres. Soy de California.
—Ya veo.
No dijo nada sobre mi acento. Eso fue lo primero que realmente me gustó
de él. No era un enano mental que se creía gracioso haciendo bromas por
cualquier cosa y sin sentido alguno.
No volvimos a hablar hasta llegar a la cafetería. Supongo
que él notaba mi incomodidad, pero en realidad era yo quien había querido
hablarle. Cuando llegamos a la cafetería, estuve apunto de volver a
agradecérselo, pero algo me lo impidió. Aún no sé por qué me sentí así aquella
vez, tan vulnerable; porque con el paso del tiempo siempre he sido yo quien le ha
arrastrado conmigo, y era él quien tendría que haberse sentido apocado al menos
una vez, pero nunca fue así. Siempre parecía tranquilo, seguro, parecía estar
cómodo con mis extravagantes ideas.
Yo miraba a mi alrededor, sospesando mis opciones para comer. Recuerdo
que no tenía demasiada hambre, pero no podía pedirme un refresco después de
haber ido hasta allí con él.
—¿Cuál es tu nombre? —pregunté, intentando olvidar que tenía que
alimentarme.
—Patrick Hall —dijo, mirándome sin añadir nada más.
—Yo me llamo April, April Anderson —le dije, sonriendo—. Si vas a
sentarte solo, ¿puedo comer contigo? Aún no conozco a nadie de por aquí.
Él asintió con la cabeza, ladeando una sonrisa casi imperceptible. Seguí
observando los menús hasta que volvió a hablar.
—Si te gustan las ensaladas, te las recomiendo —dijo él, al cabo de unos
minutos.
Esbocé una sonrisa, satisfecha por poder elegir algo ligero. Aunque me
sentí mucho más cómoda cuando vi que él simplemente se pedía un café.
No volvió a hablar mucho más, era medido con las palabras. Sin embargo,
yo ya no pude parar. Cuando empiezo a hablar soy implacable. Le hablé de mi
casa en Pasadena, de que me gustaba la música Indie ,
de mi pasión por los frutos secos y de que mi nuevo piso en Londres era muy
frío. Él sonreía y me escuchaba, preguntándome a veces, pareciendo interesado.
Aquella fue la primera vez de las muchas que comimos juntos. Y ahora me
encontraba pidiendo comida tailandesa por teléfono mientras extrañaba los platos
que él siempre hacía, porque hasta para cocinar soy un desastre.
Precioso, me encanta esta historia (L)
ResponderEliminarAunque parece un poquito triste :( pero aún así me he enganchado totalmente, sigue así :)
Muchas gracias <3
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